lunes, 17 de diciembre de 2012

El visionario



A través del tiempo, los esfuerzos de las personas por intentar sobrevivir a lo que se le llamo “La masacre caníbal” han perdurado, tanto por tradición oral, como por los libros de historia que se resarcieron años después del “Complejo histérico infrahumano” que aconteció en los albores del siglo XXI. Hechos que iban de la mano con heroísmos inimaginables acontecidos en el fragor de las batallas contra el ejercito innumerable de entes “putrefactos” que se alzaban momento a momento contra el último proceso de la escala evolutiva hasta el momento. Pero… con el paso del tiempo, las historias terminan por tener breves espacios temporales faltos de una leyenda, agujeros negros que la mentalidad colectiva ha intentado de desmentir, de evadir, falsificar, callar. Hechos que no apoyan a la teoría de la supervivencia del más hábil.
Intentar explicar el funcionamiento del cerebro en un período de inestabilidad social no me corresponde, no soy psicólogo y mucho menos un sociólogo cualificado. Sencilla y llanamente soy el relatador de uno de los momentos más catastróficos que ocurrieron al momento de que lo que los científicos denominaron “El período Resurrección” aconteció, aún cuando varios de cientos de los atacantes no pasaron por el proceso de muerte. Cientos de miles de ellos simplemente se desvanecían en el transcurso de las horas siguientes a la infección y regresaban tras un período relativamente corto de desvanecimiento convertidos en sádicos seres que arrasaban con quienes podían, masacrándolos de uno en uno, masacrándolos sin importar la edad o el sexo al que pertenecían, algunos parecían terminar extasiados y comenzaban a practicar el canibalismo, razón por la cual se le denomino “la masacre caníbal”. Muchos médicos lo diagnosticaban como esquizofrenia e histeria, y no falto el neurólogo ávido de información que intento obtener muestras gráficas del cerebro de los enfermos –pues parecía ser un nuevo padecimiento que el ser humano podía contraer a lo largo del tiempo-. Esto nunca trajo datos fidedignos, los “sádicos” no eran fáciles de contener a las resonancias magnéticas o trepanaciones, resquebrajaban todo cuanto tenían a su alcance. Ni siquiera los infantes eran fáciles de controlar. Aún administrándoles tranquilizantes o depresivos, su esquizofrenia no dejaba llevar a cabo más que especulaciones de qué era lo que pasaba en sus mentes.
Los galenos terminaron por darlos de alta, los servicios de salud de la ciudad fueron insuficientes y los pocos psiquiátricos que había tanto en el epicentro como en el área metropolitana mostraban edificios en mal estado y con poca protección. Uno de ellos, ubicado a dos horas y media, estaba bajo el control de uno de los movimientos “Luz flamígera”, esos grupos que entraban a los edificios para adueñarse de ellos sin el penoso trabajo de haberlos construidos con su dinero y esfuerzo.
Algunos de los hospitales sucumbieron en las horas posteriores, las salas de espera, se volvieron mataderos humanos, arrastraderos de vísceras y cuerpos. No quedó ahí, las empresas privadas de seguridad de los servicios médicos del país no respondieron ni siquiera en un 25% de eficacia. Huyeron. La policía intentó entrar a los edificios para desalojar a los supervivientes, esto produjo que una gran cantidad de “sádicos” escaparan y comenzaran a infectar a los ciudadanos que pasaban cerca. Los números se dispararon exponencialmente, por cada enfermo caído, la tasa de sádicos aumentaban en dos, uno infectado y un “reencarnado”.
Las primeras cinco horas fueron una hecatombe, el tráfico llenó calles y avenidas. Muchas personas nunca abandonaron sus automóviles y los pocos que lo intentaron tomaron el subterráneo que viajaba por toda la ciudad. Principalmente, la estación de Bellas Artes, Zócalo, Pino Suarez, Pantitlan, Boulevard Aeropuerto, Hospital general, entre otras fueron el escenario perfecto de lo que supondría una catástrofe mayor sin la intervención de los “sádicos”.

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